El agujero negro - Charles Burns
Mientras encuentro más tiempo para nutrir este blog, vuelvo a publicar aquí una reseña de Black Hole, de Charles Burns, que hice hace rato para otro medio. Espero que no esté muy desactualizada. La hice sobre la edición en inglés, pero esta novela gráfica ya está traducida hace un par de años y publicada en español por Ediciones La Cúpula. Espero que la disfruten.
Black Hole de Charles Burns
Publicado originalmente en 12 revistas entre 1995 y 2004, Black Hole es lanzado como novela gráfica en un solo volumen en el 2005, por Pantheon Books. El propio Burns se encargó del diseño general de la publicación –tapa dura ilustrada y sobrecubierta– de modo que el libro guarda perfecta coherencia con la propuesta visual de las páginas internas, e incluso las complementa con una galería, a manera de anuario escolar, en la que se nos muestra una versión “normal” de los jóvenes estudiantes en las primeras portadillas, y en las últimas la versión afectada por la enfermedad, una pequeña “exhibición de atrocidades”. Sólo se echa de menos de la edición en 12 volúmenes la ilustración de presentación que Burns incluyó en cada tomo, en la que aparece una fotografía tipo anuario de un personaje, con un pequeño comentario del mismo, siguiendo las costumbres de “high school” gringo, un parlamento de entrevista casual para el libro de autógrafos escolares.
Lejano a los cómics tradicionales, Black Hole incluye, sin embargo, una pequeña nota introductoria –como aquella pequeña didascalia que presentaba los cómics de superhéroes–, sólo que aquí constituye algo menos que una escueta introducción:
Fue como un horrible juego de marcado… Tomó un tiempo, pero finalmente descubrieron que se trataba de algún nuevo tipo de enfermedad, que sólo afectaba a los adolescentes. Lo llamaron “la plaga adolescente” o “el bicho”, y hubo toda clase de síntomas impredecibles… Para algunos no era tan malo –algunos granos, tal vez un salpullido desagradable…Otros se convertían en monstruos o les crecían nuevas partes en el cuerpo… Pero los síntomas no importaban… Una vez que eras marcado, lo eras para siempre.
Y eso es todo. A partir de ahí, Burns empieza a exhibir sus monstruos, pero lo hace de manera sutil y premeditada. No hay más explicaciones, ni justificaciones científicas, ni descripciones médicas. La enfermedad –el “bicho”– simplemente se manifiesta, de las maneras más simples o absurdas. Se trata de una metáfora que se diversifica y matiza de manera similar a las primeras películas de Cronenberg: más que una patología biológica, la plaga adolescente encarna una marca social, un rasgo de exclusión que se convierte en puro terror cotidiano. Asociada a la reproducción sexual, podría tratarse de una metáfora del SIDA, enfermedad que en la década siguiente a aquella en que está ambientada la historia (los 70s) se convertiría en el estigma más temido de la nueva cultura global; pero el simbolismo de Burns es más ambiguo, y tal vez de mayor alcance. Su punto de interés no parece ser la moralidad sexual norteamericana –o al menos no el único–. Por el contrario, expresa con naturalidad y sin eufemismos gráficos todo lo relacionado con el cuerpo humano (femenino y masculino), encuentros sexuales y relaciones eróticas.
Aunque claro, construye también toda una retórica visual en torno al tópico que le da título a la obra: el “agujero negro”, que se manifiesta de las formas más disímiles en la anatomía patológica de sus protagonistas, bien en los orificios y concavidades con las que nos dotó la sabia naturaleza para ese placentero arte de la reproducción, bien en los nuevos órganos o laceraciones que la enfermedad traza sobre sus víctimas: la segunda boca que le nace en la garganta a Rob, o la herida vaginal que se abre en la planta del pie de Chris, y que constituye un boquete a un mundo onírico, poblado por serpientes y otros seres de las profundidades. El motivo aparece ya desde la primera página: un boquete blanco, que en la siguiente es una vagina, y en la que sigue es la fisura en el vientre de una rana que es diseccionada en una clase de biología… La grieta es un motivo gráfico y simbólico, “arquetípico” si queremos usar un término pomposo; el agujero negro, portal oscuro al mundo inconsciente, ventana al abismo de la desesperanza de los excluidos, grieta de extrañamiento en el telón de fondo de la vida estandarizada de los suburbios de Seattle, irrupción del afuera, otra de las grandes metáforas de nuestra época.
Publicado originalmente en 12 revistas entre 1995 y 2004, Black Hole es lanzado como novela gráfica en un solo volumen en el 2005, por Pantheon Books. El propio Burns se encargó del diseño general de la publicación –tapa dura ilustrada y sobrecubierta– de modo que el libro guarda perfecta coherencia con la propuesta visual de las páginas internas, e incluso las complementa con una galería, a manera de anuario escolar, en la que se nos muestra una versión “normal” de los jóvenes estudiantes en las primeras portadillas, y en las últimas la versión afectada por la enfermedad, una pequeña “exhibición de atrocidades”. Sólo se echa de menos de la edición en 12 volúmenes la ilustración de presentación que Burns incluyó en cada tomo, en la que aparece una fotografía tipo anuario de un personaje, con un pequeño comentario del mismo, siguiendo las costumbres de “high school” gringo, un parlamento de entrevista casual para el libro de autógrafos escolares.
Lejano a los cómics tradicionales, Black Hole incluye, sin embargo, una pequeña nota introductoria –como aquella pequeña didascalia que presentaba los cómics de superhéroes–, sólo que aquí constituye algo menos que una escueta introducción:
Fue como un horrible juego de marcado… Tomó un tiempo, pero finalmente descubrieron que se trataba de algún nuevo tipo de enfermedad, que sólo afectaba a los adolescentes. Lo llamaron “la plaga adolescente” o “el bicho”, y hubo toda clase de síntomas impredecibles… Para algunos no era tan malo –algunos granos, tal vez un salpullido desagradable…Otros se convertían en monstruos o les crecían nuevas partes en el cuerpo… Pero los síntomas no importaban… Una vez que eras marcado, lo eras para siempre.
Y eso es todo. A partir de ahí, Burns empieza a exhibir sus monstruos, pero lo hace de manera sutil y premeditada. No hay más explicaciones, ni justificaciones científicas, ni descripciones médicas. La enfermedad –el “bicho”– simplemente se manifiesta, de las maneras más simples o absurdas. Se trata de una metáfora que se diversifica y matiza de manera similar a las primeras películas de Cronenberg: más que una patología biológica, la plaga adolescente encarna una marca social, un rasgo de exclusión que se convierte en puro terror cotidiano. Asociada a la reproducción sexual, podría tratarse de una metáfora del SIDA, enfermedad que en la década siguiente a aquella en que está ambientada la historia (los 70s) se convertiría en el estigma más temido de la nueva cultura global; pero el simbolismo de Burns es más ambiguo, y tal vez de mayor alcance. Su punto de interés no parece ser la moralidad sexual norteamericana –o al menos no el único–. Por el contrario, expresa con naturalidad y sin eufemismos gráficos todo lo relacionado con el cuerpo humano (femenino y masculino), encuentros sexuales y relaciones eróticas.
Aunque claro, construye también toda una retórica visual en torno al tópico que le da título a la obra: el “agujero negro”, que se manifiesta de las formas más disímiles en la anatomía patológica de sus protagonistas, bien en los orificios y concavidades con las que nos dotó la sabia naturaleza para ese placentero arte de la reproducción, bien en los nuevos órganos o laceraciones que la enfermedad traza sobre sus víctimas: la segunda boca que le nace en la garganta a Rob, o la herida vaginal que se abre en la planta del pie de Chris, y que constituye un boquete a un mundo onírico, poblado por serpientes y otros seres de las profundidades. El motivo aparece ya desde la primera página: un boquete blanco, que en la siguiente es una vagina, y en la que sigue es la fisura en el vientre de una rana que es diseccionada en una clase de biología… La grieta es un motivo gráfico y simbólico, “arquetípico” si queremos usar un término pomposo; el agujero negro, portal oscuro al mundo inconsciente, ventana al abismo de la desesperanza de los excluidos, grieta de extrañamiento en el telón de fondo de la vida estandarizada de los suburbios de Seattle, irrupción del afuera, otra de las grandes metáforas de nuestra época.
La línea narrativa es fácil de seguir, lo cual no quiere decir que esté exenta de complejidades. Se trata de cuatro personajes principales, dos parejas de jóvenes que ven cómo su vida cambia debido a la extraña enfermedad. De hecho, las historias de estas dos parejas están cruzadas. Al principio, parece tratarse de la historia de Keith y Chris, compañeros de laboratorio en la clase de biología. Él está enamorado de ella, y hace lo posible por acercarse. Pero luego aparece Rob, a quien Chris conoce en una fiesta. Establecen inmediata empatía, beben, hablan y escapan juntos. Finalmente tienen relaciones, pero Rob tiene el “bicho” y se lo trasmite a Chris. De aquí en adelante sus vidas se entrelazan. En lugar de separarlos, la enfermedad los une, y un verdadero amor crece entre ellos. Chris incluso establece una particularidad comunicación con la segunda boca de Rob, una pequeña abertura en su garganta que habla cuando él duerme, y que expresa de alguna forma sus miedos más profundos. En Chris la enfermedad se manifiesta en un cambio de piel –como el de una serpiente– que empieza en su espalda como un escarapelado y termina en una muda total de su epidermis.
La historia de Keith toma otro rumbo en el momento en que Chris y Rob huyen juntos, exiliándose en los bosques. Keith se dedica a hangear –perdón por el spanglish– con sus amigos, a fumar hierva o ingerir ácidos, hasta que una noche conoce a Eliza, quien es inquilina en la casa de sus distribuidores de droga. Ella es artista y tiene su habitación repleta de dibujos y pinturas, y se interesa por él de inmediato. Keith sigue pensando en Chris, pero finalmente se deja seducir por Eliza, quien también tiene el “bicho”, manifestado en ella en una cola estilo cachorro que el dibujo de Burns logra hacer graciosa y atractiva, casi sensual. Al principio parece un encuentro casual, pero después se transformará en una relación permanente, análoga a la de Rob y Chris, con huida juntos incluida.
Pero antes Keith y Chris se reencuentran; Rob ha sido asesinado en el bosque, no sabemos quién lo ha hecho, de modo que Chris queda desprotegida y se integra al grupo de excluidos que viven allí. Keith ha dado con ellos en una de sus citas bucólicas con la ganja, y se entusiasma al volver a ver a Chris. Una familia amiga de sus padres ha dejado a Keith al cuidado de su casa mientras están de viaje, y él se la ofrece a Chris para que habite allí y se reencuentre, al menos por un tiempo, con las comodidades de una vida normal. Sin embargo, Chris termina llevando a toda la “pandilla” de enfermos, que invaden la casa, se instalan en ella y consumen los alimentos. Tras la muerte de Rob, Chris no quiere otra relación, de modo que los intentos de Keith por acercársele son vanos. De ahí que éste termine aceptando a Eliza y renuncie a Chris definitivamente.
Pero la muerte de Rob no ha sido la única. Otros contagiados han sido asesinados, y la historia hacia el final toma un ligero tono de suspenso, que se disipa sin mayores pretensiones cuando se revela quién es el asesino. El auténtico eje del relato sigue siendo las emotividades de cada personaje, los pequeños matices en sus relaciones, sus temores y esperanzas. En particular es Chris la gran protagonista, es su drama el que se nos revela, su tristeza se contagia y es muy difícil no sentirse solidario con ella, pues de ser la niña bonita de la “prepa”, pasa a ser una paria, un alma solitaria que finalmente huye sola hacia el mar, refugiándose en la inmensidad del vacío.
Burns le da gran importancia a los diálogos y monólogos internos de los personajes, ya que buena parte de la historia está contada a partir de flash backs de los protagonistas, recuerdos que son señalados con una línea ondulada del contorno de la viñeta. Pero a pesar de ello, no se excede con los textos y cuando es necesario, deja que sea la imagen la que narre o conduzca el eje de la historia. La elección del blanco y negro puros, característica de Burns, recuerda a la xilografía tradicional, con trazos y contornos gruesos, sombras pronunciadas y un alto contraste permanente, muy distinto, sin embargo, al de un Frank Miller, pues aquí la línea de contorno es marcada e imprescindible. Pero también nos remite a la gráfica alternativa de los setenta y a la ilustración “under” de pósters y fanzines de los setentas y ochentas.
Un pequeño problema que puede tener el estilo gráfico de Burns es el diseño de personajes. A veces se hace difícil distinguir a algunos de ellos, lo cual se vuelve problemático en el caso de sus dos protagonistas masculinos. Sólo cuando uno de ellos muere y el otro se cambia de peinado la confusión se disipa. Burns tiene particular cuidado y detalle en el dibujo de objetos, cartografiando latas, empaques y demás residuos de la cultura de consumo, el famoso kippel de Philip K. Dick –una envoltura de Snickers o una lata de cerveza aplastada pueden ser protagonistas de alguna de sus viñetas o páginas, en reminiscencia del arte pop. Aunque abundan los primeros planos de rostros o los planos medios representando a los personajes, cuando es necesario se esmera en los fondos, describiendo follajes, hojarascas, paisajes y montañas con precisión y economía de texturas y tramas, pues buena parte de la historia transcurre en los bosques, donde se han autorecluido las víctimas del “bicho”.
La historia de Keith toma otro rumbo en el momento en que Chris y Rob huyen juntos, exiliándose en los bosques. Keith se dedica a hangear –perdón por el spanglish– con sus amigos, a fumar hierva o ingerir ácidos, hasta que una noche conoce a Eliza, quien es inquilina en la casa de sus distribuidores de droga. Ella es artista y tiene su habitación repleta de dibujos y pinturas, y se interesa por él de inmediato. Keith sigue pensando en Chris, pero finalmente se deja seducir por Eliza, quien también tiene el “bicho”, manifestado en ella en una cola estilo cachorro que el dibujo de Burns logra hacer graciosa y atractiva, casi sensual. Al principio parece un encuentro casual, pero después se transformará en una relación permanente, análoga a la de Rob y Chris, con huida juntos incluida.
Pero antes Keith y Chris se reencuentran; Rob ha sido asesinado en el bosque, no sabemos quién lo ha hecho, de modo que Chris queda desprotegida y se integra al grupo de excluidos que viven allí. Keith ha dado con ellos en una de sus citas bucólicas con la ganja, y se entusiasma al volver a ver a Chris. Una familia amiga de sus padres ha dejado a Keith al cuidado de su casa mientras están de viaje, y él se la ofrece a Chris para que habite allí y se reencuentre, al menos por un tiempo, con las comodidades de una vida normal. Sin embargo, Chris termina llevando a toda la “pandilla” de enfermos, que invaden la casa, se instalan en ella y consumen los alimentos. Tras la muerte de Rob, Chris no quiere otra relación, de modo que los intentos de Keith por acercársele son vanos. De ahí que éste termine aceptando a Eliza y renuncie a Chris definitivamente.
Pero la muerte de Rob no ha sido la única. Otros contagiados han sido asesinados, y la historia hacia el final toma un ligero tono de suspenso, que se disipa sin mayores pretensiones cuando se revela quién es el asesino. El auténtico eje del relato sigue siendo las emotividades de cada personaje, los pequeños matices en sus relaciones, sus temores y esperanzas. En particular es Chris la gran protagonista, es su drama el que se nos revela, su tristeza se contagia y es muy difícil no sentirse solidario con ella, pues de ser la niña bonita de la “prepa”, pasa a ser una paria, un alma solitaria que finalmente huye sola hacia el mar, refugiándose en la inmensidad del vacío.
Burns le da gran importancia a los diálogos y monólogos internos de los personajes, ya que buena parte de la historia está contada a partir de flash backs de los protagonistas, recuerdos que son señalados con una línea ondulada del contorno de la viñeta. Pero a pesar de ello, no se excede con los textos y cuando es necesario, deja que sea la imagen la que narre o conduzca el eje de la historia. La elección del blanco y negro puros, característica de Burns, recuerda a la xilografía tradicional, con trazos y contornos gruesos, sombras pronunciadas y un alto contraste permanente, muy distinto, sin embargo, al de un Frank Miller, pues aquí la línea de contorno es marcada e imprescindible. Pero también nos remite a la gráfica alternativa de los setenta y a la ilustración “under” de pósters y fanzines de los setentas y ochentas.
Un pequeño problema que puede tener el estilo gráfico de Burns es el diseño de personajes. A veces se hace difícil distinguir a algunos de ellos, lo cual se vuelve problemático en el caso de sus dos protagonistas masculinos. Sólo cuando uno de ellos muere y el otro se cambia de peinado la confusión se disipa. Burns tiene particular cuidado y detalle en el dibujo de objetos, cartografiando latas, empaques y demás residuos de la cultura de consumo, el famoso kippel de Philip K. Dick –una envoltura de Snickers o una lata de cerveza aplastada pueden ser protagonistas de alguna de sus viñetas o páginas, en reminiscencia del arte pop. Aunque abundan los primeros planos de rostros o los planos medios representando a los personajes, cuando es necesario se esmera en los fondos, describiendo follajes, hojarascas, paisajes y montañas con precisión y economía de texturas y tramas, pues buena parte de la historia transcurre en los bosques, donde se han autorecluido las víctimas del “bicho”.
A través de este estilo y de estos personajes, Charles Burns retrata la vida cotidiana de la juventud de Seattle en ese punto de quiebre de la década de los 70, “un momento específico de la cultura americana en transformación (…) cuando ya no era precisamente cool seguir siendo hippie, pero [David] Bowie era todavía un poco demasiado extraño”, como señala el comentario editorial de la solapa. Extraño y surreal a su modo, pero también cotidiano y realista, Black Hole es una muestra más de la mayoría de edad del cómic independiente, el cual parece fortalecerse, al tiempo que la historieta comercial se repite y declina.
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