Une semaine de Bonté
En algunos de los libros sobre historia y teoría del cómic se cita a Max Ernst como uno de los artistas importantes del siglo XX que exploraron el universo de la narración gráfica. La obra Une semaine de Bonté (una semana de bondad), junto con La mujer 100 cabezas y Sueño de una niña que quiso entrar en el Carmelo (publicadas en un mismo volumen por Ediciones Atalanta en el año 2008, bajo el título de Tres novelas en imágenes de Max Ernst) constituye, más que una novela, un poema en imágenes, pues su lectura -o más bien, su visualización- supune un ejercicio asociativo más cercano al simbolismo, la perplejidad y el asombro del lenguaje poético.
La Fundación Mapfre expone hasta mayo de este año los collages originales de Une semaine de Bonté, que fue expuesta en España por primera vez en 1936, dos años después de su realización. Es sabido que la contemplación de una obra de arte en vivo y en directo es una experiencia completamente distinta a la de una reproducción, y ya Walter Benjamin identificó desde hace mucho tiempo la transformación radical experimentada en el ámbito estético tras el surgimiento y proliferación de los medios de reproducción técnica de las imágenes, que supusieron la pérdida de su aura en la era moderna.
Hoy en día para nosotros el texto y las ideas de Benjamin siguen siendo iluminadoras, pero en más de una forma su reflexión sobre el arte en la era de la reproductibilidad técnica es parte de nuestro background perceptivo, tanto como el collage, esa forma de experimentación innovadora en la época de las primeras vanguardias del siglo XX, es un procedimiento común en la publicidad, el diseño, e incluso en nuestras prácticas cotidianas de retoque y composición de imágenes en fotoestudios, álbumes familiares o correos electrónicos genéricos, al punto de que ya no nos sorprenden ni siquiera las afirmaciones de Lev Manovich en su ya traginado texto La vanguardia como software.
Por eso para mí resultó una experiencia paradójica la visita a la exposición de los collages de Ernst. Primero, porque se trata de una obra que ya reflexionaba, en la década de los treinta, sobre las imágenes de la era de la reproductibilidad: la fuente de estos collages son, precisamente, las ilustraciones y portadas de las novelas de folletín, de la literatura de circulación masiva y de la producción gráfica que acompaña a la literatura reproducida en la era de la imprenta. Ernst, uno de estos primeros caníbales icónicos, se dedica a hacer toda una arquelogía de las imágenes para luego transformarlas, reinsertando la manualidad en los procesos mecánicos de reproducción.
Los collages son, en efecto, un trabajo manual, un efecto de la conspiración entre la mano, la tijera, la cola o pegante y la imaginación, y la importancia de ver los originales es contemplar la diferencia del color de los papeles de cada grabado que intervino y mezcló, la superposición de las tramas, los empates un poco forzados que tuvo que realizar para que donde hubo una cabeza humana pudiera poner la cabeza de un pájaro, la combinación sutil de texturas y porosidades, de los distintos grados de deterioro de las páginas originales en el nuevo plano compositivo del collage. De ahí lo acertada de la edición del catálogo de la Fundación Mapfre, muy cuidada en tanto mantiene en lo posible estas diferencias cromáticas y texturales, a diferencia de otras ediciones publicadas de las novelas en imágenes de Ernst.
Y de ahí proviene otra gran paradoja: estos grabados, o más bien, estos collages que toman como punto de partida grabados, es decir, imágenes reproducidas técnicamente, folios de papel extraídos de libros, y además de esa región suplementaria del Libro que es la ilustración, y que sin embargo conquistó en la historia editorial su valor propio, su espacio singular de legitimidad, estas imágenes hijas de la "reproductibilidad técnica" de Benjamin, tras pasar por el bisturí y la mano del artista, por lo menos en mi propia experiencia personal, es decir, en la de este sujeto concreto que se vio expuesto al aquí y al ahora de una serie de imágenes sugerentes, enrevesadas, delirantes, oníricas, vuelven a revestirse del aura perdida, vuelven a adquirir una presencia, vuelven a ser seres de sensación que impactan la retina con la fuerza de su materialidad.
En todo caso, este poder de sugerencia y evocación se mantienen en las ediciones en formato libro de la obra -sobre todo en la citada de la Fundación Mapfre-, y vuelven a entrar en el orden de la reproductibilidad, que las carga una vez más de nuevas paradojas y posibilidades, de modo que se convierte en un tomo imprescindible en la biblioteca de cualquier amante de la imagen en secuencia, sin importar ya si se trata de un poema o una novela gráfica. En cuanto a la retórica visual de la obra, su capacidad para, en palabras de Ernst, generar la "coincidencia casual, o artificialmente provocada, de dos o más realidades de diferente naturaleza", puede verse su organización en la página oficial de la exposición:
http://www.exposicionesmapfrearte.com/maxernst/
La Fundación Mapfre expone hasta mayo de este año los collages originales de Une semaine de Bonté, que fue expuesta en España por primera vez en 1936, dos años después de su realización. Es sabido que la contemplación de una obra de arte en vivo y en directo es una experiencia completamente distinta a la de una reproducción, y ya Walter Benjamin identificó desde hace mucho tiempo la transformación radical experimentada en el ámbito estético tras el surgimiento y proliferación de los medios de reproducción técnica de las imágenes, que supusieron la pérdida de su aura en la era moderna.
Hoy en día para nosotros el texto y las ideas de Benjamin siguen siendo iluminadoras, pero en más de una forma su reflexión sobre el arte en la era de la reproductibilidad técnica es parte de nuestro background perceptivo, tanto como el collage, esa forma de experimentación innovadora en la época de las primeras vanguardias del siglo XX, es un procedimiento común en la publicidad, el diseño, e incluso en nuestras prácticas cotidianas de retoque y composición de imágenes en fotoestudios, álbumes familiares o correos electrónicos genéricos, al punto de que ya no nos sorprenden ni siquiera las afirmaciones de Lev Manovich en su ya traginado texto La vanguardia como software.
Por eso para mí resultó una experiencia paradójica la visita a la exposición de los collages de Ernst. Primero, porque se trata de una obra que ya reflexionaba, en la década de los treinta, sobre las imágenes de la era de la reproductibilidad: la fuente de estos collages son, precisamente, las ilustraciones y portadas de las novelas de folletín, de la literatura de circulación masiva y de la producción gráfica que acompaña a la literatura reproducida en la era de la imprenta. Ernst, uno de estos primeros caníbales icónicos, se dedica a hacer toda una arquelogía de las imágenes para luego transformarlas, reinsertando la manualidad en los procesos mecánicos de reproducción.
Los collages son, en efecto, un trabajo manual, un efecto de la conspiración entre la mano, la tijera, la cola o pegante y la imaginación, y la importancia de ver los originales es contemplar la diferencia del color de los papeles de cada grabado que intervino y mezcló, la superposición de las tramas, los empates un poco forzados que tuvo que realizar para que donde hubo una cabeza humana pudiera poner la cabeza de un pájaro, la combinación sutil de texturas y porosidades, de los distintos grados de deterioro de las páginas originales en el nuevo plano compositivo del collage. De ahí lo acertada de la edición del catálogo de la Fundación Mapfre, muy cuidada en tanto mantiene en lo posible estas diferencias cromáticas y texturales, a diferencia de otras ediciones publicadas de las novelas en imágenes de Ernst.
Y de ahí proviene otra gran paradoja: estos grabados, o más bien, estos collages que toman como punto de partida grabados, es decir, imágenes reproducidas técnicamente, folios de papel extraídos de libros, y además de esa región suplementaria del Libro que es la ilustración, y que sin embargo conquistó en la historia editorial su valor propio, su espacio singular de legitimidad, estas imágenes hijas de la "reproductibilidad técnica" de Benjamin, tras pasar por el bisturí y la mano del artista, por lo menos en mi propia experiencia personal, es decir, en la de este sujeto concreto que se vio expuesto al aquí y al ahora de una serie de imágenes sugerentes, enrevesadas, delirantes, oníricas, vuelven a revestirse del aura perdida, vuelven a adquirir una presencia, vuelven a ser seres de sensación que impactan la retina con la fuerza de su materialidad.
En todo caso, este poder de sugerencia y evocación se mantienen en las ediciones en formato libro de la obra -sobre todo en la citada de la Fundación Mapfre-, y vuelven a entrar en el orden de la reproductibilidad, que las carga una vez más de nuevas paradojas y posibilidades, de modo que se convierte en un tomo imprescindible en la biblioteca de cualquier amante de la imagen en secuencia, sin importar ya si se trata de un poema o una novela gráfica. En cuanto a la retórica visual de la obra, su capacidad para, en palabras de Ernst, generar la "coincidencia casual, o artificialmente provocada, de dos o más realidades de diferente naturaleza", puede verse su organización en la página oficial de la exposición:
http://www.exposicionesmapfrearte.com/maxernst/
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