Cuatro Jinetes y dos evangelistas: la novela gráfica de Jean-Paul Zapata


Hace poco asistí a una clase universitaria en la que la profesora les pidió a sus alumnos que describieran un lugar de Bogotá, dándoles la plena libertad para que escogieran el que quisieran. El trabajo era en grupos, lo cual animó a algunos de los muchachos. La mayoría escogió los típicos lugares turísticos (la Candelaria, las Zonas T y G, algunos centros comerciales). Un grupo, sin embargo (el que al parecer estaba disfrutando más el ejercicio, pues reían y hablaban ruidosamente) escogió un lugar que se ha venido haciendo célebre por algunos programas de rumba de canales locales, o por noticias e informes periodísticos que lo han descrito como un lugar nocturno particularmente álgido. La denominación que ha recibido lo dice todo. El trabajo consistía en describir el lugar sin nombrarlo, dando pistas hasta que alguien adivinaba de cual se trataba. Cuando este grupo atípico tuvo el turno, a medida que daban las pistas el curso entero se iba contagiando de la risa cómplice de quienes encuentran un buen motivo de burla. Finalmente -aunque ya todos lo sabían, menos la profesora- alguien pronunció el nombre del lugar y las carcajadas llegaron a su paroxismo: Cuadra Picha.

Sobra decir que la susodicha clase tuvo lugar en una universidad privada, y que la risa compartida se basaba en el hecho de que todos los asistentes querían dejar en claro que nunca habían visitado o visitarían el mentado lugar, cuando no fuera en una osada y burlesca incursión en los sectores pintorescos de las clases populares, a las que se esforzaban en demostrar (tal vez con mucho ahínco) que no pertenecían.

Comienzo la reseña del cómic que hoy me ocupa con esta anécdota, sin el ánimo de apelar a los dos típicos argumentos que se esgrimen en nuestro medio cuando se trata de comentar un producto local, sea gráfico, literario o cinematográfico: que tal producto es bueno porque refleja o representa la "realidad" de dicho medio, esa que no circula en la televisión o en las salas comerciales, o que es malo por las mismas razones, leídas a la inversa: que es "pornomiseria", que es panfleto o, todavía peor, que no muestra lo "bonito" sino lo feo de esta tierra tan llena de belleza que ofrecer.

No. Simplemente el que me hubieran invitado a esa clase coincidió con mi lectura de Cuatro Jinetes, la novela gráfica de Jean Paul Zapata, y la coincidencia me pareció significativa. Uno de los narradores de la historieta comenta a propósito del Bar “La Boutique del Dandy”, ubicado precisamente en “Cuadrapicha”:

“Te digo, hermano: son gente del barrio, se vienen desde allá en bus o en carro y la pasan bien un rato. Todas son del barrio, y tú sabes que no estamos ni cerca de él y que los precios son cinco veces más costosos… Viajan horas en bus para llegar acá, tan arregladas, tan deseadas, que se olvidan de dónde vienen o mejor… qué edad tienen. ¿Y sabes cómo lo logran, Juan? Olvidándose. Un disfraz que apriete su cuerpo y las haga deseables para los chulos de turno. Y nosotros… acá sentados también… Creyéndonos “diferentes” pero consumiendo la misma cerveza, del mismo dueño que nos roba a todos. Estás presenciando la única cuota de poder que tenemos, algún día trataré de hacer algo…”



Un lugar, dos lugares, mil lugares. Y cada rincón de esta ciudad, y de todas las ciudades, se multiplica en la misma estructura proliferante según el prisma en movimiento que las registre. Sin embargo, estamos tan acostumbrados a visitar los mismos lugares, las mismas calles desde la misma óptica aburrida y desencantada de nuestra omnipresente clase media, la que ha colonizado la literatura bogotana, para bien y para mal. Pues bien, Cuatro Jinetes se escapa a esta reiteración y se convierte en el espejo paseante que soñó Stendhal, pero fragmentado en una grieta que se diluye no por uno, sino por cientos de caminos, de otra Bogotá, real e imaginaria, como toda ciudad. En esta novela, Cuadra Picha es un centro de élite y de exhibición, aunque con su propia lógica oscura. Una calle de rumba y desmanes que, sin embargo, está muy lejos de esa otra parte de la ciudad, aún más periférica, por donde campean estos cuatro jinetes, viviendo sus minúsculas y a la vez épicas aventuras.

Cuatro jinetes, pero también cuatro evangelistas: Mateo, Marcos, Juan y… Toto. Bueno, casi. Faltó Lucas, pero eso no impide que haya cuatro voces narrativas, cuatro puntos de vista, cercanos pero distintos, recorriendo un microuniverso en expansión, realizando una crónica sin centro, un evangelio sin dios, o con un dios más bien oscuro, negativo, como el del gnosticismo. Y es que, a propósito de falsos demiurgos, el gran mérito de esta historieta, a mi juicio, es la capacidad para crear un mundo y poblarlo de criaturas singulares en sus pequeños dramas.



A nivel gráfico, es un juicioso ejercicio de paisaje, de paisaje urbano: las colinas cubiertas de casas que crecen y se transforman como un nuevo tipo de vegetación, con sus antenas y cableados, y sus cerros profundos que esperan la llegada de la mancha humana, las calles y puentes peatonales que se retuercen y terminan reptando por entre callejuelas, los carros “engallados” que atraviesan los aires como los caballos furibundos del apocalipsis. Aunque a veces, también, se hace intimista, y se acerca a los rostros, los trajes, los gestos, los escenarios cerrados del acto del amor. El estilo varía y también se multiplica, como todo en esta novela gráfica: a veces más realista, más cercano al registro fotográfico, y otras veces más expresivo, caricaturesco, o más dinámico, como un juego de trazos que no acaba de definirse. Se nota un gusto particular por la figura femenina, siempre más cuidadosa y más plástica. Las caricaturas son para los hombres, casi siempre, y sobre todo para los protagonistas. 

Contribuyen a esta diversidad gráfica las colaboraciones de Andrés Montealegre y Andrés Penagos, en un interesante ejercicio de creación colectiva. Hay en todas estas imágenes un trabajo de color que se modula y adapta a las distintas atmósferas, aunque sin caer en el cliché del claroscuro: la Casa del Sur, por ejemplo, nodo maléfico de este universo, está representada en una profusión de colores vivos, y este centro del mal parece más un centro de celebración, sobre todo cuando, como la casa de “Up” o las islas flotantes de Avatar, se fuga hacia los cielos sostenida por tres o cuatro globos imposibles.



Sin embargo, la multiplicidad que constituye a esta novela gráfica genera algunas dificultades que debo señalar. Para empezar, a nivel narrativo, ‘4 jinetes’ se presenta en un momento dado como un relato de género negro, que nos cuenta la incursión de cuatro jóvenes inocentes en el mundo del crimen organizado. Esta línea argumental está encarnada por Juan, peleador callejero que es fichado por la mafia para trabajar con ellos. Sin embargo, estos componentes noir se diluyen, aunque en la última parte se trate de conectarlos. Por otro lado, la novela nos presenta también una historia de amor, representada por Mateo, el seductor del grupo, quien sin embargo se nos muestra parcialmente monógamo en su trama romántica con Dolly, la cual se ve truncada de manera violenta, y al final se enlaza con la de la mafia, que confluye en la Casa del Sur. Esta misma entidad simbólica deriva también en un componente fantástico, con tintes inacabados de ucronía de ciencia ficción: los villanos terminan convertidos, primero en una especie de secta religiosa, y luego en algo más abstracto todavía: una entidad que controla todo, incluidos los medios de comunicación locales, el comercio, la prostitución, el tráfico de drogas, en un nuevo “Birreino” que parece hablarnos del postcolonialismo. 

El mismo líder se desdibuja y asume varios rostros, entre los cuales el más irónico es el de un títere de calcetín. A pesar de ello, esta derivación "ucrónica" logra dar cuenta de la complejidad de un contexto social en el que las fuerzas oscuras de nuestra realidad (narcos, paramilitares, guerrilla, estado, delincuencia común, medios masivos) se confunden y traslapan permanentemente. No obstante, este conjunto de líneas narrativas, cada una compleja en sí misma, al entrecruzarse se desdibujan y el desenlace parece un poco apresurado, aunque esperanzador, sin constituir, por fortuna, un final feliz en el que el mal absoluto es derrotado. 

Hay en este juego de tramas que se cruzan una gran asimetría que se aparta del título: pues los cuatro jinetes en realidad son dos: Mateo y Juan. A Marcos y a Toto, cuando apenas empezamos a conocerlos y a querer saber más de ellos, los matan. Sus intereses en la teoría de la conspiración y en la ufología se quedan sin desarrollo, por ejemplo, y tras su salida de página, resultan introducidos nuevamente en un recurso que no es del todo eficaz, desde mi punto de vista: pues resucitarlos como fantasmas puede hacer pensar que siempre lo fueron, meras sombras secundarias detrás de las figuras más contundentes de Mateo (el seductor) y Juan (el peleador). Sin embargo, Marcos y Toto tienen una ventaja: están menos “ficcionalizados”, son menos arquetípicos y, por tanto, más verosímiles. De hecho, su historia es la más realista, la más conectada con un contexto duro pero real: terminan convertidos en falsos positivos, y como tales resurgen, para volver al relato con sus aureolas de desaparecidos.


Además de estas dificultades con el tempo narrativo (los ritmos del relato varían y no siempre es claro por qué se le da más desarrollo a ciertos eventos y detalles y no a otros) a veces se cuela en el relato una voz narrativa que “posee” a los personajes y que tiene algo de moralizante o aleccionador de lo que, a mi juicio, se puede prescindir, pues lo que dice ya nos lo trasmiten la historia, los personajes y las imágenes; como cuando Mateo describe el barrio sobre el que, tácitamente, se ha venido recortando toda la historia:

“…el lugar es Ciudad Bolívar. ¿Ya te imaginas? Un lugar amplio y recóndito conocido como ‘El Barrio’. Un lugar donde la amistad, el amor y la fantasía crecen día a día. Un tiempo eterno donde las flores que nacen de la basura reemplazan a la violencia y el crimen. Donde la dignidad vale más que el dinero”.

Sin embargo, tras esta admonición un poco edulcorada, sigue una página contundente, pues constituye un ejercicio de síntesis narrativa eficazmente logrado, una microbiografía que expresa más que cualquier discurso sobre el carácter efímero y cruel de la vida en las márgenes urbanas, acompañada de una ilustración igual de elocuente, cuyos tonos pastel contrastan con la rudeza de la historia:



“…esta es la Chili. La chiquita del barrio.la hija de la señora de las frutas de la esquina, que un día murió de un infarto.

Se crió sola, le decían Chilindrina por sus pequitas suaves y algunas gafitas de plástico que usaba. Chili creció con la ayuda de la gente del barrio, a los quince fue moza de un tombo, que después la volvió prostituta; se la pasaba con él en el llano, dilapidando fortunas casuales de traquetos de turno. A los diecisiete regresó. No tenía casa ni nada en el barrio. Alquiló una pieza en el inquilinato de doña Rosa.

Por un tiempo sólo se la pasaba en su cuarto pintándose las uñas y viendo tele, después en la esquina tomando con los gamines de la cuadra; así conoció el basuco. Una madrugada llegaba del centro y desde la entrada del barrio dos hombres la siguieron, en la calle de la vuelta la intentaron violar, ella no se dejó y la apuñalearon en un riñón.

Caminó hasta la casa y doña Rosa no le abrió. Chili debía unos días de arriendo. Acurrucada llorando junto a la puerta del inquilinato, empuñando un billete de veinte, murió desangrada, sin cumplir la mayoría de edad. Pero esta no es la historia que te voy a contar”.

Y aunque se pueden señalar otras limitaciones de esta obra, como la no siempre equilibrada relación entre texto e imagen (a veces los globos están sobrecargados de información, otras veces se convierten en extensas didascalias que acercan este cómic al relato ilustrado), la redundancia que se presenta por momentos entre la historia narrada en forma literaria y la que se presenta en el formato de historieta, y otro tipo de cuestiones relacionadas con la impresión y el trabajo editorial (ciertas imágenes pixeladas, ciertos errores ortográficos, ciertos desfases de color, etc.), Cuatro Jinetes emerge, más allá de todas sus contingencias, como una pieza de narración gráfica sólida y elocuente, que pone delante de nuestros ojos un mundo, unos eventos y unos seres auténticos y singulares, que logran escapar de los lugares comunes de la historieta: llega a ser intimista sin volverse autoreflexiva, y a la vez épica sin caer en el heroísmo superlativo.

Para terminar, sólo quisiera decir que, aunque creo que Cuatro Jinetes merecería una edición en un solo volumen, que permitiera al lector descubrir su dimensión de obra, su carácter irrecusable de Novela Gráfica, y quizás con un respaldo institucional mayor que permitiera su difusión y distribución en círculos más amplios, los fascículos que nos ha entregado la editorial Cultura(s) sin la cual esta historia jamás habría llegado a nuestras manos, constituyen el resultado de un trabajo encomiable, que nace de la necesidad de abrir nuevos espacios para nuevas voces, en un medio hostil a la historieta como es el sector editorial en Colombia. Una demostración más de la sabiduría de una de las últimas imágenes (esta vez en sentido literario) que nos entrega Jean Paul en su obra: “las cometas se elevan en el cielo porque van contra el viento. Si el viento es fuerte, entonces nuestra cometa elevará alto…”




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